Hasta que la muerte nos separe by Pearl S. Buck

Hasta que la muerte nos separe by Pearl S. Buck

autor:Pearl S. Buck [Buck, Pearl S.]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Drama, Romántico
editor: ePubLibre
publicado: 1947-04-23T00:00:00+00:00


CAPÍTULO V

Bettina estaba acostada, dormida, y la luz de la luna entraba hasta su propia cama. Lo mismo en verano que en invierno, le gustaba dormir junto a la ventana, pues así podía mirar al exterior, hacia la parte posterior del jardín. Los macizos de flores y los arriates, que tan amorosamente cuidaba durante el día, eran su encanto y el marco de sus sueños durante la noche. Cuando no había luna, podía embriagarse con los olores, en la obscuridad. En invierno, la misma escarcha estaba cargada de fragancias. Como todas las mujeres que tienen una vida interior intensa, ella sabía hacer de cada momento, de cada instante, todo un universo. Por la noche, cuando estaba desvelada, su vista se remontaba hasta fijarse en una estrella, y gozaba entonces imaginando su existencia, creando sueños y figuraciones que le producían mayor deleite que un viaje por un país desconocido. Soñar era su mayor y única diversión; soñar con todo lo creado, y especialmente con el hombre que poseía, ponderando sus cualidades, su fuerza, su debilidad… toda su vida, en suma. Desde los primeros instantes de vivir con Tom, se había hecho el ánimo de no pedir ni esperar nada de él. Si él venía, aquello era su alegría y su gloria; pero si dejaba de venir, la vida continuaba su ritmo y su carrera. Una vez le había dicho Tom: «Creo que no me quieres, porque veo que no me echas de menos; te sientes igualmente feliz si vengo como si no vengo a verte». A lo cual ella le había contestado con sencillez: «Cuando tú vienes, es como si saliera el sol; pero cuando el sol sale, sé también que luego vendrá la obscuridad… Y cuando la noche llega, la vida debe continuar; hay que comer, limpiar y hacer todo lo demás. Por otra parte, yo sé, aunque no vengas, que alguna vez tendrías que venir… Los niños también lo saben».

Llegó Tom a comprender que era tonto hacerle cualquier clase de reproche. Bettina era una mujer esencial, sin fondo cognoscible, como el cielo o como el mar.

Ahora, él corría hacia ella, una vez más, en la noche callada y silenciosa. Las palabras de Pierce le espoleaban en aquella carrera, y a cada paso que daba se iba jurando que sus pies no recorrerían jamás el camino en sentido inverso. ¡Nunca volvería a poner un pie en Malvern! Renunciaba íntimamente a su nacimiento.

Percibió al fin el perfil de la casita de Bettina, y vio destacarse la puerta, más blanca que el resto de la fachada, en la obscuridad. Llegó a la puertecilla exterior, y luego, guiado por la luz que Bettina dejaba siempre en la ventana, alcanzó la casa y penetró en el interior. Si él llegaba, siempre apagaba la vela; de lo contrario, se consumía en la palmatoria, encendida mientras tuviese cera. Ahora, no obstante, encendió la luz de la salita, tomó la vela y echó escaleras arriba, hacia el dormitorio que él ocupaba en el piso alto.

Ella estaba en la cama grande, junto a la ventana.



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